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De vacas y otras “vacas”
Ahora he conocido otros y otras Vacas, buena gente y no tan perniciosos como aquellos, aunque de vez en cuando se les alborota el animal y tiran cacho que dan miedo.
Martes, 2 de Abril de 2024

Me crie entre vacas y terneros. No porque mis papas fueran ganaderos, sino porque Las Mercedes,  un pueblo pequeño de calles empedradas y casas de bahareque, tenía una plaza grande donde pastaban mulas, vacas y caballos. Nadie se robaba un ternero, todo era tranquilo, la gente se moría de vieja y el sepulturero se moría de hambre.

El corregidor de aquel entonces era Adonías Ordóñez, de los Ordóñez bravos de Villacaro, que además de meter borrachitos a la guandoca los domingos, entre semana ordeñaba sus vacas en plena calle. Nadie podía decirle nada porque era el corregidor y andaba siempre con revólver al cinto, a la vista de todos.

Cuando los niños de la escuela salíamos a recreo a la plaza, ésta estaba llena de terneros, que corrían y pastaban y brincaban, mientras el corregidor ordeñaba sus vacas.    Para nosotros eran los mejores recreos porque jugábamos a los vaqueros con los terneros, que nos aporreaban entre risas y cornadas.

Cuando algunos papás se quejaron ante el alcalde, el corregidor tuvo que hacer un corral para los terneros en el solar de su casa. La plaza quedó vacía para nuestros juegos pero ya no era lo mismo. Darle pata a una pelota de caucho era muy distinto a  montar sobre terneros juguetones.

Por eso  guardo aquellos recuerdos de vacas y terneros con mucho cariño.  

Después, ya muchachones, jugábamos en las noches de la novena de aguinaldos con la vaca de candela. Era un armatoste que llevaba una calavera de vaca, cuyos cachos los envolvían en trapos, les echaban kerosén y se prendían en llamaradas grandes. Un muchacho cargaba la vaca y los demás la toreaban. Había quemados, pero la fiesta era sabrosa.

Conocí en el pueblo unos hermanos de apellido Vaca, bochincheros y amigos del trago, que vivían en el campo. Eran buenos jinetes y se ponían el pueblo de ruana con sus caballos cuando estaban jinchos.    

Ahora he conocido otros y otras Vacas, buena gente y no tan perniciosos como aquellos, aunque de vez en cuando se les alborota el animal y tiran cacho que dan miedo.

Fue en el internado de Pamplona cuando conocí el otro significado de la palaba “vaca”. Estudiaba yo en el Instituto Piloto (hoy ISER), cuando a las directivas del plantel les dio por organizar un reinado de la simpatía, para reunir fondos para remodelaciones locativas del Instituto. Hubo candidatas de las diversas especialidades que allí se cursaban (cooperativismo, agropecuarias, educación de la comunidad y supervisión escolar) y de la Normal que la Unesco había establecido en el Piloto.

Nuestra candidata, la de la Normal, era la más pobre, pues los normalistas éramos unos arriados que estudiábamos allí, gracias a becas del gobierno. Alguien nos habló entonces de “hacer una vaca”  y acudimos a algunos ricachones de Pamplona. Hicimos la vaca con migajas, y aunque Elvira I, nuestra candidata, no ganó, tampoco quedamos en la cola.

Desde entonces me gustaron las vacas, no por lo gordas y su leche, sino porque se puede recoger plata a costillas de otros para diversos proyectos. Ahora que los paisas andan haciendo una “vaca” para sus obras, los aplaudo, y ruego a Dios que por acá hagan “vacas” para tantas necesidades que tenemos.

Cuentan las leyendas de Cúcuta, que alguna vez cierto alcalde de la ciudad, preocupado porque los cucuteños poca carne consumían, y los peseros estaban vendiendo sólo carne vieja y salada, dictó un decreto que buscaba solucionar de raíz el problema. “Mátese media vaca”, ordenó el burgomaestre.

Tal vez Petro, en su sabiduría, no ordene hacer sólo “media vaca” en Antioquia.   


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