Laurita estaba enamorada de la tradición, de su familia, de los valores, y dispuesta a bendecir la existencia cada día con una placidez subyugante, con las huellas de su hidalguía añeja en esperanza. 

Qué grato era conversar con ella, de versos sobre todo, porque traslucía una inspiración bondadosa en detalles que decoraban, con ternura, cada una de sus descripciones, como “cuando yo digo Cúcuta, yo digo tinajero, campanero del tiempo en las noches calladas, bordadas de silencio”.   

Las deliciosas jornadas de poesía o, simplemente, el dejarla narrar añoranzas, me recuerdan esa vieja alegría de contarnos los episodios sencillos de cualquier día, hermosos en lo común y corriente, añorar las sillas en la puerta de la casa esperando a los vecinos, los paseos al río, la ronda del sereno y las pruebas de la solidaridad que eran la esencia de los barrios, que no eran urbanizaciones, hablar del tiempo en que los muchachos andaban en bicicleta, las niñas tenían rostros y cuerpos sanos de tanta moda y hacían soñar a los jóvenes. 

Su patio, las matas, los tesoros con sombra de vejez que poseía, los fantasmas que rondaban su alma y, luego, con las brumas en los ojos, la canasta de frutas, la rima de los poemas, también del tiempo de antes, lo bonito de las cosas simples, como el cariño a fuego lento que convocaba a la dulzura, o aquella época rica en valores de cometa y trompo, todo salpicado de una picardía familiar maravillosa, constituían el patrimonio supremo que nutría su intimidad.

Y tenía, además, un gran orgullo por su rancia estirpe del lejano general Cuberos que aún batallaba en su nostalgia, por su esposo Antonio, por sus hijos, por la amada Acción Católica, a la que entregó los mejores años de su vida.

Ahora se ha vuelto gota de agua o rayito de luna, o cualquiera de las formas que se “enredan en el viento: la faena y la lágrima, la fatiga y el tiempo” y estará vestida de ángel en alguna remota glorieta del cielo.