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'La mujer que soy’, el libro de confesiones de Britney Spears
La princesa del pop revela en su libro una historia valiente y conmovedora sobre la libertad, la fama, la maternidad, la supervivencia, la fe y la esperanza.
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Lunes, 6 de Noviembre de 2023

En junio de 2021, el mundo entero escuchó hablar a Britney Spears en una audiencia pública. El impacto que causó al compartir su voz, su verdad, fue innegable, y cambió el rumbo de su vida y el de la de infinidad de personas.

‘La mujer que soy’ revela por primera vez la increíble peripecia vital y la fuerza interior de una de las mejores artistas de la historia de la música pop.

Escritas con una franqueza y un humor extraordinarios, las impactantes memorias de Spears ilustran el poder imperecedero de la música y el amor, y la importancia de que una mujer, por fin, cuente su propia historia, en sus propios términos.

Lea aquí un fragmento en exclusiva de ‘La mujer que soy’, disponible en las librerías bajo el sello editorial Plaza & Janés.


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Fragmento

En el Sur, criar a los hijos tenía más que ver con respetar a tus padres y mantener la boca cerrada. (Hoy funciona al revés: se trata de respetar a los niños). En mi casa, jamás se permitió mostrar desacuerdo con alguno de los progenitores. No importaba lo mal que fuera todo, se daba por sentado que guardarías silencio, y si no lo cumplías había consecuencias.

En la Biblia se dice que tu lengua es tu espada.

Mi lengua y mi espada fueron mi canto.

Me pasé cantando toda la niñez. Cantaba con la radio del coche de camino a mis clases de danza. Cantaba cuando estaba triste. Para mí, cantar era espiritual.

Nací y fui al colegio en McComb, Mississippi, y viví en Kentwood, Luisiana, a unos cuarenta kilómetros de distancia.

En Kentwood todos se conocían. Las puertas estaban siempre abiertas, la vida social giraba en torno a la iglesia y las fiestas en los patios traseros de las casas, a los niños se los vestía conjuntados y todo el mundo sabía disparar un arma. La principal zona histórica era Camp Moore, una base de entrenamiento militar del ejército confederado construida por Jefferson Davis.


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Todos los años se celebra una recreación de la Guerra Civil el fin de semana previo a Acción de Gracias, y el ver a esas personas vestidas con uniformes era un recordatorio de que se acercaban las fiestas. Me encantaba esa época del año: chocolate caliente, el olor a chimenea en el salón de casa, los colores otoñales de las hojas en el suelo.

Teníamos una pequeña casa de ladrillo con paredes empapeladas de color verde a rayas y revestidas de madera. De niña, iba a una hamburguesería de la cadena Sonic, conducía karts, jugaba a baloncesto y asistía a una pequeña escuela cristiana llamada Parklane Academy.

La primera vez que realmente me conmoví y sentí escalofríos recorriendo mi columna vertebral fue al oír a nuestra asistenta cantando en la lavandería. Siempre me encargué yo de lavar y planchar la ropa en casa, pero, cuando las cosas mejoraban económicamente, mi madre contrataba a alguien para que ayudara. La asistenta cantaba góspel, y literalmente fue un despertar a un mundo por completo nuevo. Nunca lo olvidaré.

Desde entonces, mi anhelo y pasión por cantar no han hecho más que crecer. Cantar es mágico. Cuando canto, soy dueña de mi esencia. Me puedo comunicar con pureza. Cuando cantas, dejas de usar el lenguaje habitual de «Hola, ¿qué tal?». Eres capaz de expresar cosas que son mucho más profundas. Cantar te lleva a un espacio místico donde el lenguaje deja de importar, donde todo es posible.

Lo único que quería era evadirme del mundo del día a día y entrar en ese reino donde podía expresarme sin pensar. Cuando estaba ensimismada en mis pensamientos, mi mente se llenaba de preocupaciones y miedos. La música acallaba ese ruido, me hacía sentir segura y me llevaba a un lugar puro donde podía expresarme de la manera exacta en que deseaba ser vista y oída.

Cantar me llevaba en presencia de lo divino. Mientras cantaba, me sentía casi fuera del mundo. Podía estar jugando a videojuegos o haciendo volteretas laterales en el patio trasero, pero mis pensamientos, sentimientos y esperanzas estaban en otro lugar.

Me esforcé mucho por conseguir que las cosas fueran como yo quería. Me lo tomaba muy en serio cuando grababa videoclips tontorrones con las canciones de Mariah Carey en el patio trasero de la casa de mi amiga. A los ocho años, me creía directora de cine. En mi ciudad nadie hacía cosas como esas. Pero yo sabía qué quería ver en el mundo e intentaba hacerlo realidad.

Los artistas hacen cosas e interpretan personajes porque quie­ren escapar a mundos lejanos, y escapar era precisamente lo que necesitaba. Quería vivir en mis sueños, en mi mundo ficticio de las maravillas y no pensar jamás en la realidad si podía evitarlo. Cantar tendía un puente entre la realidad y la fantasía, entre el mundo en el que vivía y el mundo que quería habitar a toda costa.

La tragedia ha marcado a mi familia. Mi segundo nombre viene de la madre de mi padre, Emma Jean Spears, a quien llamaban Jean. He visto fotos de ella y entiendo por qué todo el mundo dice que nos parecemos. Tenemos el mismo pelo rubio. La misma sonrisa. Parecía más joven de lo que era.

Su marido —mi abuelo, June Spears padre— era un maltratador. Jean sufrió la pérdida de un hijo cuando el bebé contaba tan solo tres días de vida. June envió a Jean al hospital Southeast Louisiana, un horrible manicomio en Mandeville, donde le administraron litio. En 1966, a los treinta y un años, mi abuela Jean se suicidó pegándose un tiro sobre la tumba de su bebé muerto, poco más de ocho años después de su fallecimiento. No puedo imaginar la tristeza que debía de sentir.


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Lo que suele decir la gente del Sur de hombres como June es: «Nada le parecía suficientemente bueno», o que era «un perfeccionista», que era «un padre muy implicado». Seguramente yo habría sido algo más dura.

Como fanático del deporte, June obligaba a mi padre a practicar ejercicio mucho más allá de la extenuación. A diario, cuando mi padre terminaba sus prácticas de baloncesto, sin importar lo cansado y hambriento que estuviera, todavía tenía que lanzar a canasta cientos de veces más antes de poder entrar en casa.

June era agente del departamento de policía de Baton Rouge y llegó a tener diez hijos con tres esposas. Hasta donde yo sé, nadie puede decir nada bueno sobre los primeros cincuenta años de su vida. Incluso en mi familia, se comentaba que los hombres Spears siempre daban problemas, sobre todo en lo relacionado con su forma de tratar a las mujeres.

Jean no fue la única esposa a la que June envió al sanatorio de Mandeville. También mandó allí a su segunda mujer. Una de las hermanastras de mi padre ha dicho que June abusó sexualmente de ella desde los once años hasta que se fugó de casa con dieciséis.

Mi padre tenía trece años cuando Jean murió sobre aquella tumba. Sé que ese trauma es parte de la razón por la que mi padre ha sido como ha sido con mis hermanos y conmigo, y el porqué de que para él nada fuera lo suficientemente bueno.

Mi padre presionó a mi hermano para que destacara en el deporte. Bebía hasta perder la conciencia. Desaparecía durante periodos de varios días. Cuando mi padre bebía, era extremadamente malo.

Sin embargo, la conducta de June se suavizó con los años. No tuve la experiencia de ver al hombre que había maltratado a mi padre y a sus hermanos, sino que conocí a un abuelo que parecía paciente y tierno.

El mundo de mi padre y el de mi madre eran totalmente opuestos.

Según mi madre, su madre —mi abuela, Lilian Portell, «Lily»— procedía de una familia londinense elegante y sofisticada. Lily tenía un aire exótico del que todo el mundo hablaba; su madre era británica y su padre era de la isla mediterránea de Malta. Su tío era encuadernador. Todos los miembros de la familia tocaban algún instrumento y les apasionaba cantar.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Lily conoció a un soldado estadounidense, mi abuelo, Barney Bridges, en un baile para soldados. Era chófer de los generales y le encantaba conducir deprisa.

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