Mientras el ancho de banda de la opinión pública está copado por los escándalos, la inseguridad en las calles y las próximas elecciones, hay una corriente subterránea que cuando irrumpa hará que los temas de hoy pasen a un segundo plano. Me refiero a un profundo y prolongado estancamiento de la economía.
Tengo la sensación que el Gobierno ha subestimado lo que está por venir o, lo que sería peor, no le preocupa. Pero debería prestarle atención pues, si la historia se repite, una crisis económica deteriorara aún más su favorabilidad, ya bastante afectada.
Los hechos son contundentes. La producción industrial, el comercio y la construcción están en territorio negativo ––en algunos casos, con caídas de dos dígitos. Lo mismo pasa con la cartera del sistema financiero: las solicitudes de crédito son una fracción de lo que eran hace un año, mientras que los bancos están restringiendo las aprobaciones por temor a mayores niveles de morosidad. Es un verdadero círculo vicioso: hay menos proyectos en busca de financiamiento y hay menos crédito pues los bancos creen que más adelante los deudores no tendrán cómo pagar.
Lo que es más notorio de la situación económica actual es el pesimismo y la desconfianza que reflejan las encuestas que regularmente se realizan a hogares y empresas. Aunque cada quien tendrá su explicación, discrepo de quienes piensan que todo se resolverá cuando el Banco de la República comience a bajar las tasas de interés, cosa que, por cierto, tomará más tiempo de lo pensado. La inflación actual y sus expectativas futuras siguen altas, y eso plantea un enorme dilema.
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El problema es más de fondo: atribuir la brutal caída de la inversión al Banco de la República es un error. El modelo económico que impulsa el Gobierno desestimula la inversión privada. Los hogares perciben esto y saben que sus empleos e ingresos están en juego.
El Gobierno debe entender que si no trabaja con el sector privado, vendrá una recesión mucho más prolongada de lo que ya se prevé. Para que la economía levante vuelo se debe impulsar un plan de reactivación con dos motores: vivienda e infraestructura.
No tiene que ser demasiado creativo pues los planes de choque ya han funcionado con éxito en el pasado y en esta ocasión, además, el Gobierno tiene los recursos. Solo habría que redireccionarlos de actividades muy improductivas y nada prioritarias (como la nómina adicional del Ministerio de Igualdad y Equidad que no sumará a lo que ya hace el DPS) a los subsidios a la vivienda de interés social y a los aportes a una nueva ola de concesiones viales que siga el ejemplo de las 4G.
Ahora, el verdadero reto es otro: cambiar la ideología por el pragmatismo, y eso parece ser lo más difícil para el Presidente. La baja ejecución del gasto debería, por lo menos, hacerlo repensar las cosas. La ventaja de la vivienda y la infraestructura es que el gobierno pone una parte de los recursos pero la ejecución la hace el sector privado.
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Aunque el Gobierno lo necesita, sería ingenuo pensar que va a cambiar la forma de pensar. Por eso, lo que se viene es un escenario en el que una muy probable derrota electoral en octubre vendrá acompañada del descontento económico. Si el Gobierno se radicaliza, como muchos anticipan, lo que habrá no será pragmatismo y moderación, sino ataques y amenazas al sector privado, posiblemente por cuenta de las comisiones de regulación y las superintendencias. Esto afectará aún más la inversión.
En un escenario así, algunos presidentes suelen echar mano del gasto público como herramienta de supervivencia. Por eso, una gran preocupación es que en 2024 se relajen las metas fiscales –e incluso se abandone la regla fiscal— para abrirles paso a programas como las mayores transferencias en dinero a los hogares.
En síntesis, el escenario más probable es uno en el que el Gobierno no cambia de ideología y la estabilidad fiscal será la gran sacrificada. En esas circunstancias, y como siempre algo tiene que ceder, aumentará aún más la prima de riesgo país y, para sorpresa de todos, el dólar volverá a subir.
No es un escenario bueno por lo que significa para la calidad de vida de los colombianos. Por eso, pensando en el país, pero también pensando en su propia favorabilidad, el Gobierno debería trabajar desde ya en un plan de reactivación con el sector privado, dentro de los parámetros de la responsabilidad fiscal.
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